viernes, 16 de febrero de 2007

Corriendo en la ciudad

Por todas las ciudades que he pasado veía gente corriendo. Mi envidia era grande, al verlos correr, parecía que volaban, ajenos a todo, en su mundo inventado. Yo no podía hacerlo, siempre estaba de paso, siempre con una mochila al hombro, otras demasiado arreglada, otras con la compañía equivocada.
Yo jamás pude correr igual que ellos.

Hace poco empecé a caminar de nuevo, sabia que no iría a ninguna parte, solo quería caminar. Dejar de quedarme en casa. Ver el mar de cerca. Día a día el hecho de caminar hasta el mar se fue convirtiendo en una rutina. Me compré calzado nuevo, ropa más ligera, una gorra que tapara mi cara. Pero no agregué música al atuendo. En mi nueva fase de retorno al mundo, ya no busco música que me aisle de ellos. Busco en cambio el ruido que me pueda dar pistas de adónde van todos. De adónde caminan todos.
Todos ellos, siempre caminando con tanta prisa.

Una semana después, empecé a correr. No fue algo que planeara ni esperara hacer, simplemente di dos pasos rápidos y sentí que mis pies volaban, luego ya fue todo más fácil.
Corrí y me agité como cuando niña, eso era obvio. Pero mientras corría, pude ver como la ciudad cambiaba de colores, como los rostros se quedaban fotografiados en expresiones dispares, como el día cambiaba sus colores hasta hacerse noche. Mientras corría me di cuenta de cómo el mundo cambiaba a mis ojos, independiente de mi velocidad y de mi voluntad de hacer todo más paciente.
El mundo estaba cambiando y yo trataba de correr a su paso. De alcanzar al mundo, olvidando que corría en su útero mas confuso, bajo su luz mas oscura.

Poco a poco fui corriendo una distancia mas larga, en parte como un reto a mi misma, en parte porque quería hacerlo. El hecho de sentir mies pies ligeros y mi pecho inflándose con el último aliento de una tarde que agoniza me llenaba de fuerza. De una extraña fuerza, que salía de mi interior y se irradiaba hasta mis manos, luego hasta mis pies y mis ojos.
Podía ver a la ciudad mutando. Podía correr en pos de ella, hasta que me cansara. Hasta que ella se cansara de verme.

De niña soñaba que de tanto caminar rápido, un día rebotaba sobre mis pies de goma y echaba a volar. Volaba a un metro apenas del piso, me impulsaba en algunos pasos y volvía a caminar en el aire. La sensación era maravillosa, aunque no era el vuelo perfecto, esa era mi clase de vuelo ideal. Sin alas, sin hechizos, mi esfuerzo hacía que me elevara hasta ir más veloz que las otras personas, hasta olvidar que el camino existía. Corriendo en el aire.

Corro ahora, como si lo hubiera hecho toda mi vida, me sigo agitando, me sigue doliendo; pero al terminar la tarde, siento que correr me reconforta, que esa soledad y ese silencio de correr a solas, sintiendo solo la inspiración y espiración de un pecho agitado o el pequeño golpe de las zapatillas de goma contra el asfalto, es la canción perfecta, que no interrumpe, ni deprime.
La canción que no hunde en abismos de preguntas.
Al terminar de correr, todo permanece claro a mis ojos, incluso el rumbo de mi vida y de su frágil envoltura. Entonces veo al sol como una mancha naranja perdiéndose entre nubes grises antes de entrar al mar y pienso en mis sueños de niña, en esos saltos pequeños preámbulos de grandes impulsos. En esos pequeños esfuerzos que anunciaban vuelos más altos.