Olivia Sánchez se acercó a la persiana de color y la separó con sus dedos largos y huesudos. Afuera, la calle normalmente bulliciosa por el ruido de los autos y de las putas nocturnas, apenas si despertaba con destellos de luz azulina que llegaban hasta la cama revuelta. La luz de la madrugada empezó a filtrarse en la pobre habitación, obligando a los ojos de Olivia a acostumbrarse a la reciente claridad. Sus ojos se habían vuelto grandes y saltados de tanto esforzar la vista buscando ver el detalle de las cosas. Sus párpados eran de un violeta casi transparente, que le daban el aspecto de siempre estar triste y cansada. Durante años el Dr. Salinas le había recomendado gafas para su problema de visión, pero ella se negaba diciendo que si aun podía ver las cosas que le interesaba ver con sus ojos verdaderos, entonces era suficiente visión para ella.
El hombre que dormía a su lado se desperezó buscando a tientas el cuerpo tibio de Olivia Sánchez, que ahora desnudo y más transparente que nunca, se iluminaba de cientos de rayos azules filtrados por la vieja persiana. El hombre, levantó un poco la cabeza y la vio así, como una cebra azulina a contraluz y volvió a quedarse dormido, sin llamarla al lecho. Parecía estar ya acostumbrado a las manías de Olivia después de terminar el sexo. A esa costumbre de quedarse de pie junto a la ventana, viendo las colinas de Cuenca apareciendo bajo un techo de nubes blancas.
Olivia podía pasarse largas horas ante la ventana oteando la larga carretera negra que desaparecía serpenteante entre las colinas con rumbo a la capital. Marzo había empezado con su frío habitual de finales de verano y ahora todo el vapor capturado en el pequeño cuarto, producto de esa larga batalla de cuerpos desnudos, se condensaba en gruesas gotas que chorreaban por la ventana empañada. El mismo aliento de Olivia acercándose al vidrio, impedía ver nada más que sus propios dedos delgados acercándose a limpiarlo una y otra vez para poder seguir viendo la vieja carretera.
El invierno había llegado pronto, pensó Olivia. En general no esperaba ese tipo de frío hasta muy entrado Mayo, pero ahora podía sentir la humedad en los huesos, corroyéndolos y haciéndolos cada vez más débiles y frágiles. Los largos huesos de Olivia Sánchez sentían el frío con más intensidad que cualquier otro habitante de Cuenca y la obligaban a cubrirse con un vestido tras otro, incluso en pleno verano.
Su cuerpo largo de proporciones enormes, funcionaba como un termostato para cada oleada de frío que se acercara a Cuenca. Un frío que la resquebrajaba por dentro como una pared ya demasiado húmeda y vieja.
Un fuerte pedo del hombre dormido hizo que Olivia volteara a mirarlo; se veía tan pequeño y frágil como cualquiera que hubiera conocido. Después del sexo los hombres parecían empequeñecer tanto a su lado, que Olivia no sabia a la fecha, si le provocan mas lástima o asco, el verlos así de frágiles, desnudos y con el sexo a la intemperie.
El sexo de Simón era pequeño y flácido ahora. Había perdido tono, después de la larga noche buscando hacerlo de todas las formas. Entre los pelos hirsutos de Simón asomaba esa pequeña prominencia carnosa que ahora, ya no tenía valor alguno. Olivia desvió la mirada, le costaba trabajo creer que se acostara con él; durante el amor apenas si su sexo crecía al tamaño de una perilla de puerta, pero de alguna manera, eso la excitaba.
Podía pensar en su sexo como una perilla brillante, redonda y lustrosa, justo para su mano. Una mano enorme y huesuda que no tenia miramientos en tocarlo una y otra vez hasta sentirlo palpitar dentro de ella, lleno de vida, de un calor sobrehumano, que la hacia sentirse extraviada en una felicidad pueril y creciente.
Cada picha que tocara tenía el mismo efecto en ella, una manija de puerta que deseaba tocar y acariciar con curiosidad de adolescente. Una manija de puerta que instaba a cruzar el umbral y a saber que más había detrás de ella.
Simón solo era una puerta más. Ahora había cruzado el umbral y toda curiosidad se había agotado, detrás de la puerta rígida que había sido Simón para ella, podía vislumbrar cada reacción que sucedería en él luego. El sexo era la mejor manera de conocer a un hombre y casi podía decir que conocía a Simón como si lo hubiera parido.
Olivia bajó la mirada y sonrió para sus adentros al pensar que cada vez que lo hacían, el pequeño tamaño de Simón, hacia parecer como si de verdad lo estuviera pariendo. Los hombres se achican cuando lo hacen- le había comentado su hermana; y es que era cierto. Todas las mujeres Sánchez, altas y huesudas por generaciones, habían experimentado la misma sensación de estar pariendo hombres cada vez que tenían sexo.
Los hombres empequeñecían tanto, intentando de empujar su verga hacia adentro, que todo su cuerpo se iba en ese esfuerzo, las mujeres Sánchez podían sentir todo el cuerpo del hombre metiéndose por debajo de ellas, su pubis, sus piernas húmedas, su tronco sudado; por un momento la sensación de tenerlos completamente adentro era tan fuerte, que el sentimiento maternal y no el orgasmo las hacia gritar cubiertas por una felicidad pura y sin mancha.
Con Simón pasaba lo mismo, Simón empequeñecía cada vez que tenían sexo, Olivia larga y alta por naturaleza crecía un poco mas cuando estaba en la cama, sus largas piernas cubrían la espalda de Simón hasta envolverlo entre ellas, sus manos enormes se perdían en su cabeza hirsuta, su largo tórax era el lecho tibio para Simón que hundía la cara en dos pechos demasiado blandos y tiernos, para toda esa figura huesuda y dura en que se convertía Olivia Sánchez cuando lo hacían.
No cabía duda, Simón empequeñecía, no podía evitarlo. Ya le había pasado con otros hombres antes que con él, hombres de mediana estatura, altos, gordos y hasta obesos. Olivia los buscaba cada vez mas grandes, esperando no sentir ese sentimiento de tener que abrazar a un huérfano, de tener que parir a un hombre en lugar de sentirlo adentro; esa fragilidad en esos cuerpos mojados de sudor, que gemían y empujaban intentando hacerla sentir un orgasmo, pero que solo lograban hacerla sentir muy grande y sola, con una geografía demasiado extensa de montañas y valles, una geografía desolada y hueca, a la que nadie lograba cubrir suficiente.
En ese momento Olivia sentía frío, frío que no alcanzaba a ser cubierto por nadie, un frío que le calaba los huesos, era mas que solo el invierno en Cuenca, era mas que la humedad del mar cercano. Era ese frío posterior al sexo, esas ganas de enrollarse en si misma, para así sentir un abrazo verdadero, era ver esas vergas pequeñas colgando inútiles de los amantes dormidos, como los pomos de puertas abiertas; y poder vislumbrar el otro lado de los hombres; ese lado frágil, oscuro, húmedo, ese lado tenebroso de enormes miedos, en donde los hombres naufragaban en dudas, en inseguridades e incertidumbre, ese espacio en donde los hombres se sabían simplemente pequeños y humanos y en donde ella se quedaba sola y sin la protección de nadie.
El hombre que dormía a su lado se desperezó buscando a tientas el cuerpo tibio de Olivia Sánchez, que ahora desnudo y más transparente que nunca, se iluminaba de cientos de rayos azules filtrados por la vieja persiana. El hombre, levantó un poco la cabeza y la vio así, como una cebra azulina a contraluz y volvió a quedarse dormido, sin llamarla al lecho. Parecía estar ya acostumbrado a las manías de Olivia después de terminar el sexo. A esa costumbre de quedarse de pie junto a la ventana, viendo las colinas de Cuenca apareciendo bajo un techo de nubes blancas.
Olivia podía pasarse largas horas ante la ventana oteando la larga carretera negra que desaparecía serpenteante entre las colinas con rumbo a la capital. Marzo había empezado con su frío habitual de finales de verano y ahora todo el vapor capturado en el pequeño cuarto, producto de esa larga batalla de cuerpos desnudos, se condensaba en gruesas gotas que chorreaban por la ventana empañada. El mismo aliento de Olivia acercándose al vidrio, impedía ver nada más que sus propios dedos delgados acercándose a limpiarlo una y otra vez para poder seguir viendo la vieja carretera.
El invierno había llegado pronto, pensó Olivia. En general no esperaba ese tipo de frío hasta muy entrado Mayo, pero ahora podía sentir la humedad en los huesos, corroyéndolos y haciéndolos cada vez más débiles y frágiles. Los largos huesos de Olivia Sánchez sentían el frío con más intensidad que cualquier otro habitante de Cuenca y la obligaban a cubrirse con un vestido tras otro, incluso en pleno verano.
Su cuerpo largo de proporciones enormes, funcionaba como un termostato para cada oleada de frío que se acercara a Cuenca. Un frío que la resquebrajaba por dentro como una pared ya demasiado húmeda y vieja.
Un fuerte pedo del hombre dormido hizo que Olivia volteara a mirarlo; se veía tan pequeño y frágil como cualquiera que hubiera conocido. Después del sexo los hombres parecían empequeñecer tanto a su lado, que Olivia no sabia a la fecha, si le provocan mas lástima o asco, el verlos así de frágiles, desnudos y con el sexo a la intemperie.
El sexo de Simón era pequeño y flácido ahora. Había perdido tono, después de la larga noche buscando hacerlo de todas las formas. Entre los pelos hirsutos de Simón asomaba esa pequeña prominencia carnosa que ahora, ya no tenía valor alguno. Olivia desvió la mirada, le costaba trabajo creer que se acostara con él; durante el amor apenas si su sexo crecía al tamaño de una perilla de puerta, pero de alguna manera, eso la excitaba.
Podía pensar en su sexo como una perilla brillante, redonda y lustrosa, justo para su mano. Una mano enorme y huesuda que no tenia miramientos en tocarlo una y otra vez hasta sentirlo palpitar dentro de ella, lleno de vida, de un calor sobrehumano, que la hacia sentirse extraviada en una felicidad pueril y creciente.
Cada picha que tocara tenía el mismo efecto en ella, una manija de puerta que deseaba tocar y acariciar con curiosidad de adolescente. Una manija de puerta que instaba a cruzar el umbral y a saber que más había detrás de ella.
Simón solo era una puerta más. Ahora había cruzado el umbral y toda curiosidad se había agotado, detrás de la puerta rígida que había sido Simón para ella, podía vislumbrar cada reacción que sucedería en él luego. El sexo era la mejor manera de conocer a un hombre y casi podía decir que conocía a Simón como si lo hubiera parido.
Olivia bajó la mirada y sonrió para sus adentros al pensar que cada vez que lo hacían, el pequeño tamaño de Simón, hacia parecer como si de verdad lo estuviera pariendo. Los hombres se achican cuando lo hacen- le había comentado su hermana; y es que era cierto. Todas las mujeres Sánchez, altas y huesudas por generaciones, habían experimentado la misma sensación de estar pariendo hombres cada vez que tenían sexo.
Los hombres empequeñecían tanto, intentando de empujar su verga hacia adentro, que todo su cuerpo se iba en ese esfuerzo, las mujeres Sánchez podían sentir todo el cuerpo del hombre metiéndose por debajo de ellas, su pubis, sus piernas húmedas, su tronco sudado; por un momento la sensación de tenerlos completamente adentro era tan fuerte, que el sentimiento maternal y no el orgasmo las hacia gritar cubiertas por una felicidad pura y sin mancha.
Con Simón pasaba lo mismo, Simón empequeñecía cada vez que tenían sexo, Olivia larga y alta por naturaleza crecía un poco mas cuando estaba en la cama, sus largas piernas cubrían la espalda de Simón hasta envolverlo entre ellas, sus manos enormes se perdían en su cabeza hirsuta, su largo tórax era el lecho tibio para Simón que hundía la cara en dos pechos demasiado blandos y tiernos, para toda esa figura huesuda y dura en que se convertía Olivia Sánchez cuando lo hacían.
No cabía duda, Simón empequeñecía, no podía evitarlo. Ya le había pasado con otros hombres antes que con él, hombres de mediana estatura, altos, gordos y hasta obesos. Olivia los buscaba cada vez mas grandes, esperando no sentir ese sentimiento de tener que abrazar a un huérfano, de tener que parir a un hombre en lugar de sentirlo adentro; esa fragilidad en esos cuerpos mojados de sudor, que gemían y empujaban intentando hacerla sentir un orgasmo, pero que solo lograban hacerla sentir muy grande y sola, con una geografía demasiado extensa de montañas y valles, una geografía desolada y hueca, a la que nadie lograba cubrir suficiente.
En ese momento Olivia sentía frío, frío que no alcanzaba a ser cubierto por nadie, un frío que le calaba los huesos, era mas que solo el invierno en Cuenca, era mas que la humedad del mar cercano. Era ese frío posterior al sexo, esas ganas de enrollarse en si misma, para así sentir un abrazo verdadero, era ver esas vergas pequeñas colgando inútiles de los amantes dormidos, como los pomos de puertas abiertas; y poder vislumbrar el otro lado de los hombres; ese lado frágil, oscuro, húmedo, ese lado tenebroso de enormes miedos, en donde los hombres naufragaban en dudas, en inseguridades e incertidumbre, ese espacio en donde los hombres se sabían simplemente pequeños y humanos y en donde ella se quedaba sola y sin la protección de nadie.